La Universitat Politècnica de València ha investido  doctor honoris causa al científico Francisco J. Martínez Mojica durante el acto de apertura del curso 2017-2018, a propuesta de la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica y del Medio Natural.

Profesor de Fisiología, Genética y Microbiología de la Universidad de Alicante, Martínez Mojica fue el primero en determinar la existencia de las secuencias CRISPR (Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Interespaciadas, en sus siglas en inglés).

Compartimos íntegro el discurso de investidura de Francis Mojica: 

Cuando me comunicaron que iban proponerme para la concesión del grado de doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Valencia, lo primero que vino a la mente fue “¿cómo ha podido ocurrir?”

El afrontar la redacción de este discurso de aceptación, me llevó a hacer un repaso retrospectivo desde mi infancia, en busca de una explicación. Este análisis personal es lo que les voy a relatar a continuación. Como podrán comprobar, el que me encuentre en esta tesitura, no era ni mucho menos previsible.

Aunque hasta llegar a la universidad nunca había suspendido un examen, tampoco era un estudiante de sobresalientes; los justos para obtener medias de notable que compensaron los aprobados en las asignaturas que resultaban más tediosas. Más dado a comprender que a memorizar, las muchas horas de estudio permitieron superar mis carencias para aprender, sobrellevando incluso las inevitables distracciones de la adolescencia. Así conseguí llegar a la Universidad, para cursar la Licenciatura de Biología, la opción que más me atraía desde niño, por tratarse de la ciencia que estudia a los animales y plantas, y porque, a priori, parecía no ser una carrera demasiado complicada, que podría entrar dentro de mis posibilidades.

Pero aquí sí que suspendí un examen, de física en primer curso, descuido que me sirvió de toque de atención: la universidad no era el instituto, había que esforzarse aún más. A partir de ahí, empecé a disfrutar de verdad con las maravillas que nos contaban en clase y con la lectura de los libros de texto, sobre todo aquellos relacionados con la vida microscópica, la genética y la biología molecular. Era apasionante. Los organismos, desde los más sencillos a los más complejos, están gobernados por el mismo compuesto químico, el ADN, que contiene todas las instrucciones que se requieren para la vida, escritas en un lenguaje universal del que tan solo se conocía lo más básico. Dirigidas por ese guión, las bacterias desarrollan un sinfín de actividades diversas que resultan determinantes para la supervivencia del resto de los habitantes del planeta.

Había acertado de pleno, mi interés por los animales y las plantas me había llevado a descubrir un mundo misterioso que resultaba todavía más atractivo que el macroscópico. Tras obtener la licenciatura, y “servir a la patria” como soldado raso, me dieron esa oportunidad que marca el resto de la vida de un científico; en palabras de Platón, “el comienzo es la parte más importante del recorrido”.

 

Francis Mojica

Mis directores de tesis, Guadalupe Juez y Francisco Rodríguez Valera, quizá confiaron en mis posibilidades, o simplemente se arriesgaron sin tenerlo muy claro, pero se arriesgaron bastante, porque el trabajo que me encargaron constituía el primer estudio de biología molecular que se iba a llevar a cabo dentro del grupo de investigación de Microbiología de la Universidad de Alicante, con toda la rémora que ello significaba. El microorganismo objeto de la tesis no era precisamente la archiconocida bacteria Escherichia coli, para cuya manipulación genética se contaba ya por entonces con multitud de materiales y protocolos optimizados.

Íbamos a estudiar los mecanismos de regulación génica de Haloferax, un microorganismo adicto a la sal. Esta adicción limitaba de manera considerable la utilización de las herramientas y estrategias de análisis molecular estándar. Teníamos trabajo por delante, había que desarrollar nuevos métodos adaptados a las condiciones particulares de este microorganismo, o buscar vías alternativas de estudio cuando las más directas no fueran posibles. Y como no solo de ciencia vive el científico, también había que conseguir financiación.

En la última convocatoria de becas predoctorales del Ministerio a la que podía presentarme, me concedieron una de Formación de Personal Universitario, algo imposible con el nivel de exigencia actual de estas becas, dado que contaba con un expediente de poco más de un siete. El desenlace fue que la tesis se presentó, en tiempo y forma, cuatro años más tarde, y hasta recibió el Premio Extraordinario de Doctorado por las publicaciones que se derivaron de ella. Aunque las conclusiones alcanzadas con el trabajo de tesis no se puedan considerar espectaculares, sí logramos describir varias curiosidades que planteaban cuestiones biológicas para las que no teníamos respuesta.

La más sorprendente de todas ellas fue la detección en el ADN de Haloferax de una región inédita, cuya lectura desveló que en el texto de la vida de este microorganismo acontecía un tartamudeo muy peculiar: un mismo bloque de letras se sucedía a intervalos constantes. Habíamos descubierto las repeticiones regularmente espaciadas que años más tarde bautizaría con el acrónimo CRISPR, tras comprobar que estaban presentes en muchos otros microorganismos. Esta tartamudez de secuencia no parecía ser inintencionada; una pauta de repetición tan regular tenía que ser premeditada.

Aristóteles ya lo apuntaba, “la naturaleza nunca hace nada sin motivo”, y menos algo tan elaborado. Convencido de su relevancia biológica, me marqué como objetivo averiguar cuál era su función. Haciendo gala de una gran irresponsabilidad, promoví la creación de un grupo de investigación con tal fin, en el que se embarcaron inicialmente dos colaboradores, tan brillantes como arriesgados e insensatos, porque aquella empresa no tenía ninguna garantía de éxito. A pesar de ello, estos quijotes de la ciencia permanecieron durante años compartiendo fracasos y frustraciones, en contra del sentido común y de la opinión de los evaluadores de los proyectos de investigación que nos fueron denegados convocatoria tras convocatoria. Pero la recompensa llegó un mes de agosto cuando, en lugar de disfrutar de las playas de Alicante, decidimos sacrificar las vacaciones y seguir en el laboratorio, haciendo experimentos y analizando datos, hasta que llegamos a la conclusión de que las CRISPR actúan como un mecanismo que protege a las bacterias frente a invasores que comprometen su viabilidad.

El haber conseguido dilucidar el enigma que me había tenido embaucado durante una década, ya fue de por sí un motivo de enorme satisfacción, cualquiera que hubiese sido la función de estas secuencias. Pero, además, esta no era una función cualquiera, habíamos descubierto un sistema que preserva a quienes sustentan la vida en el planeta, haciéndolo de una manera sorprendente: mediante el reconocimiento de agresores, gracias a un mecanismo de aprendizaje en forma de memoria genética. Esta estrategia de supervivencia es única entre los sistemas biológicos conocidos y, hasta su descubrimiento en 2003, inimaginable, como también lo fue durante la década siguiente todo lo que iba a acontecer a raíz de este hallazgo.

En la actualidad, un cuarto de siglo después de haber detectado unas repeticiones extrañas, impresas en el ADN de un extraño microorganismo, el tesón de unos pocos ha permitido que se hayan abierto las puertas a la esperanza de millones de enfermos que ven en la tecnología CRISPR, implementada a partir de este sistema inmunológico de las bacterias, una posible solución a sus dolencias. Hoy en día, gracias a las herramientas diseñadas por las bacterias, podemos afirmar que la erradicación de la malaria o el sida está mucho, muchísimo más cerca, y hay fundadas razones para ser muy optimistas en cuanto al tratamiento y prevención de la retinosis pigmentaria, la diabetes, el cáncer, la distrofia muscular o la miocardiopatía hipertrófica, entre muchos otros trastornos genéticos.

No puedo estar más de acuerdo con las palabras pronunciadas por un presidente de los EEUU, John Calvin Coolidge, “Nada en este mundo puede reemplazar la persistencia. El talento no puede hacerlo: nada es más común que hombres fracasados con talento. El genio no puede hacerlo: un genio sin recompensa es casi un proverbio. La educación no puede hacerlo: el mundo está lleno de indigentes educados. Solo la persistencia y la determinación son omnipotentes”. También comparto la afirmación de que “el esfuerzo tiene su recompensa”, y que, “aunque el esfuerzo es importante, saber dónde ponerlo es lo que más cuenta”.

La distinción que se me otorga hoy es, por definición, un reconocimiento a una persona por méritos especiales. Pero ¿dónde reside realmente el mérito? ¿a quién se le debe atribuir? Quizá a aquel maestro del colegio que instó a mis padres para que me animaran a seguir estudiando; a mis padres que lo hicieron y me permitieron escoger la carrera que quisiera, aun sin saber qué era aquello de la Biología ni para qué podía servir; a mis directores de tesis que me dieron esa primera oportunidad para involucrarme en la investigación; a mis colaboradores que se comprometieron con un proyecto tan incierto, a riesgo de malgastar años de esfuerzo. A diferencia de lo que puede ocurrir en otros ámbitos, como el arte o la música, en los que la acción individual basta para crear una obra maestra, en investigación científica no se concibe la consecución de grandes logros sin las aportaciones de un grupo de personas, que a su vez basan su trabajo en las contribuciones de otros grupos. A todos ellos, un millón de gracias, el mérito es compartido, como no puede ser de otra forma.

Mi interacción con la UPV en el pasado se limita a dos actividades. La primera hace casi tres décadas, en 1989, el mismo año en que inicié mi tesis doctoral en la Universidad de Alicante y decidí asistir a un curso sobre análisis microbiológico de alimentos, impartido por la Cátedra de Microbiología de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos. El contenido del curso no tenía absolutamente nada que ver con el tema de mi trabajo de tesis, pero me apeteció hacerlo. Todo un acierto, porque fue una maravilla de curso que, años más tarde, ya como profesor, me resultó tremendamente útil para la docencia que me asignaron, la mayor parte de ella relacionada con la Microbiología de los Alimentos.

La segunda ocasión en que tuve contacto con esta universidad fue en mayo del año pasado, cuando el Dr. Ricardo Flores me invitó a impartir un seminario en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas. La noche de antes, cuando llegué a Valencia, Ricardo me informó, ante mi estupor, de que había habido un pequeño cambio de planes: la charla iba a formar parte de un acto institucional, y yo sin ropa apropiada para la ocasión. Vistiendo mi polo favorito, me encontré con un auditorio a rebosar, rodeado de autoridades y delante de investigadores que admiraba desde mi etapa de estudiante de doctorado. Cuando finalizó el acto recibí tantos elogios, y percibí tanto afecto, que me hicieron sentirme la persona más importante del mundo. Hoy lo han conseguido ustedes una vez más.

Todos buscamos la felicidad. Esta universidad, sigue contribuyendo sobremanera a la mía, concediéndome ahora este grandísimo honor que acepto con todo mi agradecimiento. Gracias a la L’Escola Tècnica Superior d’Enginyeria Agronòmica i del Medi Natural por la propuesta, al Consejo de Investigación por emitir informe favorable, y al Consejo de Gobierno por aprobar mi nombramiento. Gracias a todos ustedes por prestarme su atención, a mis colegas, amigos y familia, muy en especial a mi esposa porque, al fin y al cabo, la felicidad solo puede ser plena si es compartida.

 

Muchas Gracias a todos.

 

Francisco J. Martínez Mojica